viernes, 1 de junio de 2012

Lasciate ogni Speranza

[...]" Su pecho, en efecto, estaba desgarrado como por la zarpa de un tigre, y tenía en un costado una herida bastante grande sin cicatrizar. La prisionera retrocedió horrorizada.

-¡Oh, muchacha, ten piedad de mí! - dijo el sacerdote - Te crees desgraciada, pero no sabes lo que es la desgracia. ¡Amar a una mujer! ¡Ser sacerdote! ¡Ser odiado! Amarla con todas las fuerzas de tu alma, sentir que darías por la mas mínima de sus sonrisas tu sangre, tus entrañas, tu reputación, tu salvación, la inmortalidad y la eternidad, esta vida y la otra, lamentar no haber sido rey, genio, emperador, Arcángel o Dios para poner a sus pies a un esclavo mayor, abrazarla día y noche en tus sueños y en tus pensamientos, ¡y verla enamorada de un uniforme de soldado!, ¡y no poder ofrecerle sino una sucia sotana de sacerdote que le dará miedo y asco!
¡Estar presente , con tus celos y tu rabia, mientras ella prodiga a un miserable fanfarrón imbécil tesoros de amor y de belleza! ¡Ver ese cuerpo cuya forma te abrasa, esos senos tan dulces, esa carne palpitar y enrojecer bajo los besos de otro! ¡Oh, santo cielo! ¡Amar sus pies, sus brazos, sus hombros, pensar en sus venas azules y en su piel morena hasta retorcerte noches enteras en el suelo de la celda, y ver todas las caricias que has soñado para ella desembocar en la tortura! ¡No haber conseguido más que acostarla en la cama de cuero! ¡Oh, esas son las verdaderas tenazas calentadas en el fuego del infierno! ¡Bienaventurado aquel que es serrado entre dos tablas, aquel que es descuartizado mediante la fuerza de cuatro caballos!
¿Sabes lo que ese suplicio que te infligen durante largas noches tus arterias que hierven, tu corazón que revienta, tu cabeza que estalla, tus dientes que te muerden las manos, torturadores despiadados que te voltean continuamente, como sobre una parrilla ardiente, sobre un pensamiento de amor, de celos y de desesperación? ¡Muchacha, por lo que más quieras, concédeme un momento de tregua, echa un poco de ceniza sobre estas brasas! Enjuga, te lo ruego, el sudor que corre en gruesas gotas por mi frente! ¡Niña, torturarme con una mano, pero acaríciame con la otra! ¡Ten piedad, muchacha! ¡Ten piedad de mí!-"


Libro Octavo
Capítulo III: "Lasciate ogni Speranza"
Notre-Dame de Paris, Victor Hugo

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